Hace cinco inviernos escribí este breve texto.
Camino a mi casa hay un aromo. Es un inmenso árbol de flores amarillas muy perfumadas. No a cualquiera le gusta su aroma, muy fuerte y penetrante.
Noche a noche, cuando llego a su lado, paro un minuto para estar ahí. Es un cuadra oscura, así que me quedo a solas con el aromo y las estrellas.
De chico viví en Santa Teresita. Era costumbre en aquellos años plantar aromos en todas las veredas. Yo sabía que llegaba la primavera cuando el aire, habitualmente cargado de sal marina, se llenaba del perfume de las flores amarillas.
Ahora, mientras estoy parado en la oscuridad, siento de nuevo ese aroma y recuerdo el mar, la lejanía del mar, la lejanía de esos años que todavía están vívidos pero tan lejos, tan inasibles.
Ah, quién estuviera oliendo aquellos aromos.
Hace una semana los dueños de la casa donde estaba el árbol lo derribaron para poner unos tubos de desagüe. Miré el tronco tirado por un largo rato con un nudo en la garganta. Ese aromo, como tantas otras cosas, era un símbolo del pasado, era el pasado, y como tantas otras cosas, fue tumbado, destruido, aniquilado.
Guardo sus flores (ya secas) en mi habitación, pero no vale: el tiempo va a pasar lo mismo.
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